lunes, 21 de enero de 2013

Hay que hablar bien, por Eva Hache


Mando un saludo a los políticos que pusieron de moda el «Yo pienso de que...»


Me molesta mucho que se hable mal. Me llega a irritar. No porque sea filóloga, no va con el título. De hecho, conocí a uno que alardeaba de que no por ser filólogo tendría que gustarle leer. No. Cierto. Pero es como si a un mercero le diera alergia la pasamanería. Una vergüenza. La lengua la hacemos entre todos, pero los que hablan para otros se lo deben trabajar. Más. Mucho más.
Por eso mando un saludo cordial a los políticos que pusieron de moda el «Yo pienso de que...». Un besito muy fuerte para los presentadores de televisión que empiezan todas las frases con la bellísima expresión «Bueno, pues...». Últimamente hay que aplaudir de pie a incorporaciones como: «Detrás tuya», «delante mío», «alante vuestra» o «atrás nuestro». Expresiones del demonio en las que la norma inventada por la Real Academia del Catetismo recomienda que se efectúen cambios según el hablante sea del género masculino, género femenino o género bobo.

Ya. Ya. Soy consciente de que muchos estarán sangrando por los lagrimales. A otros se les habrá desprendido la retina. No se preocupen. Hay estupendos profesionales que podrán poner remedio a sus males por un precio escandaloso contando con los años que llevan ustedes cotizando a la ¿Seguridad? Social. Estábamos acostumbrados a que se nos acoplaran los oídos, pero verlo escrito es otro cantar.
Ese es el problema. Que aquí siempre se ha hablado mucho, bien y mal, sabiendo y sin saber. Y nos hemos hecho a escuchar casi cualquier barbaridad casi sin pestañear. Pero, de un tiempo a esta parte (y gracias a las telarañas sociales y al poco dinero que la gente tiene para gastar en los bares), también se escribe mucho. Pero mucho. Bien y mal. Sabiendo y sin saber. [...]
(http://smoda.elpais.com/articulos/hay-que-hablar-bien-por-eva-hache/2934)

El profesor, promotor de creatividad



El que no inventa, no vive.
Ana María Matute.

La creatividad se aprende igual que se aprende a leer.
Ken Robinson

Uno de los avances significativos en la comprensión del uso del cerebro y de la forma en que se estructura y se almacena la información llegó a la educación a través de la teoría de la dualidad hemisférica o de especialización hemisférica. Sperry  y sus colaboradores (1970) demostraron que los dos hemisferios cerebrales difieren significativamente en su funcionamiento, y confirmaron que cada uno de ellos controla diferentes «modos» del pensamiento. Así, cada individuo privilegia un modo sobre el otro.

De una parte, el cerebro izquierdo es lógico, secuencial, racional, analítico, lingüístico, objetivo, coherente y detalla las partes que conforman un todo. De igual manera, como afirma Linda Verlee Williams (1986), este hemisferio es un procesador algorítmico que maneja información detallada, exacta y puntual, lo cual permite realizar análisis, aplicaciones y cálculos matemáticos entre otras acciones. De la otra, el cerebro derecho es memorístico, espacial, sensorial, intuitivo, holístico, sintético, subjetivo y detalla el todo. Por lo tanto, potencia la estética, los sentimientos, y es fuente primaria de la percepción creativa. En este sentido, es importante hacer hincapié en que cada individuo tiene un mayor desarrollo en uno de los dos hemisferios. Algunos, sin embargo, utilizan todo el cerebro:
Naturalmente, en casi todos los procesos están involucradas ambas partes, y la una no puede funcionar sin la otra y si son un matrimonio bien avenido, producen algo tan maravilloso como es el desarrollo equilibrado de nuestras enormes potencialidades. (Llovet, 1994: 65)
         Quizás resulte obvio sugerir la magnitud de esta aportación en el campo de la educación. De ella se deduce que es necesario utilizar  y estimular el cerebro por completo en la experiencia educativa. El profesor debe emplear en su práctica docente técnicas y estrategias de aprendizaje que conecten los dos hemisferios del cerebro con el objeto de optimar la búsqueda y construcción del conocimiento.

         En 1983, Gardner redefine el concepto de inteligencia y la convierte en un potencial psicobiológico, donde el entorno viene a ser una influencia decisiva para el desarrollo del individuo y para la disposición de resolver problemas y crear productos. Para él la inteligencia no es algo unitario que agrupa varias capacidades, sino que identifica ocho formas distintas de inteligencia. Estas engloban áreas comunes del desarrollo humano, dejando así desbancada la teoría tradicional que medía la inteligencia a través del coeficiente intelectual.